Sanando desde la Gestación (Parte 2)

Concepción

Se trata de un momento focal en el tiempo, una explosión de energías que se produce cuando el espermatozoide y el óvulo fun­den sus identidades individuales en una sola para crear la estructu­ra física en potencia del nuevo ser. Es el momento en que se reú­nen todos los factores e influencias que van a originar un nuevo ser humano: la herencia genética, la raza, el tiempo, el lugar y las con­diciones de su vida futura. Todos estos factores se funden, apor­tando cada uno un condimento particular, para formar el cianotipo del futuro ser.

En la concepción, todas las herencias genéticas que se mani­festarán en la vida, como el color del cabello o un rasgo especial del carácter, están ya presentes. También está allí la herencia «no genética», aquellos factores específicos de cada cual y que forman su trayectoria particular. Por poner un ejemplo, hasta el signo del zodíaco parece ser definido en esta etapa tan temprana. Como a cada signo astrológico le corresponden características físicas deter­minadas y el ser físico se forma durante la primera etapa de la ges­tación, parece que en el momento de la concepción hemos atraí­do ya el signo zodiacal con el que vamos a nacer. Cuando, más tar­de, caemos bajo la influencia de la formación estelar preseleccio-nada, surgen los estímulos para el nacimiento, tín un artículo publicado en Newsweek el 30 de agosto de 1982, Walter Goodman afirmaba:

El niño aún no nacido tiende a iniciar su propio proceso de naci­miento en respuesta a una configuración planetaria en particular. En este misterioso proceso, los planetas actúan como comadronas celes­tiales. Alguna especie de señal que emana de los planetas puede en­trar en interacción con el feto en el útero y estimularlo a esforzarse para que nazca en un momento determinado... Quizá no sea el mo­mento del parto el que selecciona el futuro, sino más bien es el futu­ro el que elige el momento del parto.

Así pues, parece que el potencial para todo lo que vamos a ser en este mundo está presente en el momento de la concepción, y que se incorpora a nuestro ser a medida que avanza el período de ges­tación. Que ese potencial se manifieste luego en la vida viene de­terminado por el propio nivel de conciencia y por cómo decidi­mos vivir nuestra vida. Las semillas están presentes en la concep­ción; el modo como crecen depende de cómo las alimentemos y reguemos.

Existen muchas teorías sobre el momento en que la conciencia del nuevo, ser penetra en la estructura celular, pero parece que des­de el instante de la concepción se encuentra allí un ente conscien­te, una inteligencia guía. Se usan muchos nombres para designar esta energía entrante: alma, espíritu, fuerza vital... En esencia, es inteligencia, pura y muy decidida a llevar a cabo su propósito. Esa inteligencia pura es la conciencia del nuevo ser. La concepción es el momento en que esta energía pasa de un estado etéreo a adqui­rir una forma y da vida a esa célula primigenia.

La concepción es el puente entre lo absoluto y lo relativo, en­tre lo que está más allá del tiempo, espacio y materia y lo que se encuentra en el tiempo, espacio y materia. Cruzar ese puente exige el compromiso de estar aquí y participar totalmente en la vida. La correspondencia física con la concepción es el cuello; a través de él podemos ver una relación directa, pues el cuello es el puente en­tre lo abstracto (la cabeza) y la realidad física (el cuerpo). El aire y la comida que tomamos a través de la cabeza deben pasar por el cuello para llegar al cuerpo a fin de mantener nuestra existencia fí­sica; de la misma manera, los pensamientos y sentimientos de la cabeza se manifestarán en el cuerpo y le darán movimiento y pro­pósito. Cuando se concibe cualquier idea o proyecto nuevo tiene que haber una manifestación en la forma física para que esa idea se convierta en realidad. En este sentido puede decirse que de la con­cepción deriva el resto de la gestación, o que el cuello da origen al resto del cuerpo. El cuello representa la ingestión, el comienzo de la vida. A través de él tragamos la realidad que luego forma la esencia de nuestro ser.

El cuello es vulnerable en extremo, sobre todo como punto de separación entre la mente y el cuerpo. Podemos sentir, por ejem­plo, disgusto u odio hacia nuestro cuerpo, quizá debido al hecho de haber venido al mundo en una situación en la que se nos rechazó de inmediato, como por ser consecuencia de una violación o un «accidente». En ese caso ignoraremos o rechazaremos nuestra pre­sencia física del mismo modo que fuimos rechazados, en el mo­mento de la concepción. Si somos especialmente cerebrales, si la energía principal reside en la cabeza y no somos especialmente fí­sicos o conscientes de nuestro cuerpo, entonces lo más probable es que manifestemos dificultades en la zona del cuello, como tensión o artritis. Es como si nunca hubiéramos entrado realmente en el cuerpo: no hay sentimiento o conocimiento real de nuestra existen­cia física, ni experiencia directa de cómo funciona o qué necesita. Como quiera que la concepción es el punto de entrada en la mate­ria, podemos habernos encamado con desgana, haber preferido permanecer en lo absoluto a entrar en la realidad relativa. Los pro­blemas en la región del cuello pueden acentuarse porque la energía no fluye libremente a causa de esta separación psicosomática, así como de la falta de resolución a estar aquí, en el mundo.

Postconcepción

Muy poco tiempo después de la concepción, la célula única ori­ginal no sólo se ha dividido muchas veces, sino que también se ha desplazado hasta el interior del útero y se ha establecido allí. Acto seguido, empieza a cambiar de forma y a alargarse para formar la denominada «franja primordial», que es la primera fase de crecimiento de la cabeza y la columna vertebral. Durante su desarrollo, el feto pasa a parecerse a todas las demás formas de vida animal para, finalmente, adquirir la humana. Este proceso es descrito como una «ontogénesis que resume la filogénesis». En otras pala­bras, tenemos en nuestro interior toda la creación, y pasamos por todo el proceso evolutivo hasta alcanzar la forma humana. Todo ello nos demuestra que formamos una unidad con el resto de for­mas de vida.

La postconcepción comprende los primeros cuatro meses y me­dio del periodo de gestación, durante los cuales el feto se concen­tra básicamente en sí mismo y en su desarrollo. Apenas se mueve, de manera que todavía no se ha encontrado con el hecho de que existe alguien más o algo más a parte de él mismo. El feto no dis­tingue entré él y su entorno; en su mente todo es una unidad, y todo en el universo es un aspecto de esa unidad. Es una etapa extrema­damente interior, un período de intenso desarrollo dentro del feto, la formación del individuo. Como se afirma en The Metamorphic Technique:

La palabra «individuo» procede del latín, individuas, esto es, «sin di­visión». En este sentido, las verdaderas experiencias individuales no forman parte de una división, se es una unidad con todo lo demás. Así pues, mientras se forma la nueva vida como ser independiente ésta no conoce diferencia alguna entre ella misma y su entorno. Esto puede considerarse una paradoja si lo vemos como la ignorancia de la indi­vidualidad personal y la conciencia de la verdadera individualidad.

Esta fase de desarrollo corresponde a los niveles interiores, don­de no hay conexión con ningún otro ser o ente, ni conciencia de que existe nada más además de uno mismo. Es la relación entre yo y el propio yo. En el plano físico, la postconcepción corresponde al pe­cho, desde el cuello hasta el plexo solar. Por consiguiente, todos los órganos y zonas del cuerpo que caen en esta zona del pectoral tienen relación con este aspecto interior de la conciencia; en esta región de la anatomía las dificultades físicas indicarán un proble­ma en el propio mundo interior, los sentimientos, la interpretación y el concepto de nosotros mismos comparado con una dificultad en nuestras relaciones o entre nosotros y nuestro mundo. Los proble­mas pueden indicar disgusto o ira hacia sí mismo, egocentrismo, o una incapacidad para compartir el propio ser con otros, con lo que quedamos encerrados en nuestra propia e introvertida visión del mundo.

El corazón, por ejemplo, ha sido considerado tradicionalmente como la sede del amor en nuestro interior, como el símbolo de nuestro centro de amor. Desde él, el amor sale a nuestro mundo, simbolizado por la circulación sanguínea por todo el cuerpo. El co­razón se halla en el pecho, de manera que un problema en la zona del corazón no sólo implica un problema con el amor, sino también con el amor hacia sí mismo, la capacidad de expresar o compartir ese amor (a través de la circulación), o incluso de no sentir amor en absoluto, hasta el punto de cerrar este centro. Más tarde vere­mos cómo los demás órganos de esta región (como los pulmones) están también relacionados con esta energía interna, casi introver­tida. En consecuencia, ésta es la zona de nuestras inquietudes más íntimas: el pecho representa nuestras cuestiones más personales, aquellas en las que sólo el yo está presente.

Movimientos fetales

A los cuatro meses y medio, aproximadamente, el feto empie­za a moverse y a explorar su entorno. Al hacerlo, adquiere con­ciencia de que hay algo más además de él. El feto choca con algo (las paredes del útero) que no es él. Esta es la transición desde la conciencia de sí mismo a la conciencia de otra cosa ajena a su yo, así como al descubrimiento de la limitación. Es el comienzo de su relación con el mundo y su apertura a éste. Ese momento de tran­sición es un punto de gran concentración, una tremenda variación en la conciencia, que se aparta del yo, y en sus relaciones, que pa­san a caracterizarse por la dualidad.

Esta etapa corresponde en el plano físico al plexo solar, al dia­fragma y a los demás órganos de esa zona. Es un punto crucial entre el pecho, la parte interna de nuestro ser, y el abdomen, una zona ex­tema. Un problema físico en esta parte del cuerpo suele indicar in­capacidad para exteriorizar lo que sucede en el interior, o para con­tactar con el interior desde el exterior. En otras palabras, existe una contención o un bloqueo de los sentimientos que impide expresarlos. También indica una separación entre los aspectos públicos y priva­dos de nuestra naturaleza, el lugar donde «trazamos la frontera»; re­presenta nuestra capacidad para llevar a cabo la transición del pensamiento a la forma, del individuo a la relación con el mundo exte­rior. Si esa transición no puede realizarse, la energía queda retenida en la parte superior del pecho y nace la introversión, la incapacidad para expresarse. Con el tiempo, el mundo interno se hace cada vez más privado e independiente, y el sujeto no lo comparte. También puede ocurrir que la energía quede atrapada en la parte inferior del abdomen y esto dé origen a una persona extrovertida, incapaz de en­trar en contacto con sus verdaderos sentimientos, y con una manera de expresarse superficial y carente de contenido.

Fuente: “Cuerpo-Mente – La Conexión Curativa” Debbie Shappiro

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