Se recostó e intentó descansar pero el ruido incesante de los automóviles y las luces que parecía no iban a apagarse en toda la noche se lo impidió. Comenzó a caminar de un lado a otro con preocupación, luego miraba por la ventana y observaba aquel lugar que parecía no dormir.
“¿Por qué estoy aquí?” Se cuestionaba, sin comprender por qué razón las personas habían llegado a ese estado de vivir apilados. Donde él estaba, podía ver gran parte de la ciudad, sus luces y las calles transitadas, era un piso alto.
Se sentó en la cama. La opresión crecía en su interior. Sentía temor pero desconocía a qué. ¿Era posible, acaso, que aquel sitio estuviera sumido en algún hechizo para mantenerlos dominados? Deseó conocer a esas personas que vivían de forma diferente, pero a medida que la noche transcurría le parecía imposible que eso fuera real.
Aquel era un futuro posible para su mundo. No podía imaginar cómo, aunque en su viaje había visto el egoísmo de los hombres y él había caído en las redes de ese egoísmo. Pero los pasos que podían llevarlos a vivir así, tantas personas en tan poco espacio y a la vez tan distanciadas le parecían inimaginables.
Sindamel le había hablado de la industria, y aquello no correspondía con la forma de vida tranquila y artesanal de la Tierra Media. Comerciaban si, pero no tenían artefactos para ir de un lado a otro como esos automóviles que escupían humo a cada instante y hacían un ruido infernal.
Extrañó a su caballo, a sus padres y a su pequeña hermana que había llorado al verlo marchar. Sintió miedo de no volver a verlos, de quedarse atrapado en aquel lugar horrible que ahogaba los pulmones y el alma de la gente.
Tenía que salir, conocer a esas personas. Saber por qué vivían así y por qué no esperaban cambiar. Tomó el sobretodo y se encaminó hacia la puerta. Antes de cruzarla pensó “tal vez si esperan cambiar”.

La noche era fría, pero había gente caminando. Dio algunos pasos y encontró un callejón. Algunas personas se reunían alrededor de una especie de fogón. Dudó un momento, y se acercó.
Aquellas personas lo miraron con desconfianza, él intentó explicarles quien era y ellos rieron pero le ofrecieron un lugar junto a ellos. Le contaron quienes eran: uno de ellos había estudiado y comenzó a recitarle los títulos que tenía. Angarion preguntó para qué servía todo eso, el hombre rió y miró a su alrededor: “para nada, este es mi hogar hoy”, fue la respuesta. Entonces le contó que lo había perdido todo porque cometió un error. Se dejó llevar por la ambición y la promesa de un buen negocio que salió mal, al ser descubierto fue juzgado y privado de todos los créditos que le habían dado los estudios. Nadie lo contrataba porque daba mala imagen a cualquier empresa contratar a una persona acusada de estafar a tanta gente. Dejó de ser confiable, le explicó.
Sus familiares se burlaron de él, y ninguno le prestó ayuda: era una vergüenza para la familia.
“Fuiste desterrado”, concluyó Angarion, lo que provocó la risa colectiva de los presentes. “Algo así” contestó otro, antes de empezar a contarle su historia.
Uno a uno le relataron cómo habían llegado a aquel callejón donde cada noche juntaban lo que habían encontrado entre la basura para cenar. Una médica había sido denunciada por los familiares de un paciente que falleció, otro había crecido allí pues sus padres lo abandonaron y escapó del orfanato (donde ponen a los niños sin padres, le explicaron) estaba con su hermana adolescente, un anciano vivía allí desde que un sobrino le arrebató su hogar por medio de engaños y el último del grupo había decidido irse de su hogar y encontraba más calor entre aquellos seres desposeídos que el que encontró en su familia.
Algunos sentían que merecían lo que les había ocurrido, pero todos coincidían en que estaban mucho mejor allí apartados del mundo. Tenían amigos, se cuidaban unos a otros y eran libres de dormir donde lo deseaban. Luego le relataron cómo vivían antes, y fue volver a escuchar las palabras de la maga.
Se despidió y volvió al hotel, estaba desolado. Su imagen de las cosas ahora era más negativa y la opresión había crecido. Aquellos eran seres muy especiales, pero vivían entre la basura y dormían a la intemperie en el frío invierno.
Se acordó del niño que había visto, y pensó que tal vez era un niño de ese mundo. Aunque, luego intuyó que no era así. Las gentes de ese sitio habían olvidado que la magia existe y el niño le había hablado de hechiceros.
“¿Habrá esperanza?”, se preguntó.